25 de noviembre de 2015

No soy yo; eres tú, España.

A consecuencia de la crisis que arrecia profundamente mi querida España, me encuentro a menudo con las típicas entradas sobre aquellos jóvenes que hemos tirado la casa por la ventana para buscar nuevas oportunidades fuera de nuestro país de origen.

Ya sabes, me refiero a la historia de los miles de españoles diplomados/licenciados/graduados (o no) que se vieron obligados a abandonar el país en el que crecieron. ¿Recuerdas aquella experiencia de la enfermera que se fue a Londres para acabar limpiando las mesas del comedor de un convento? ¿Y qué fue de aquel pobre ingeniero de energías que terminó por servir cervezas en un tourist trap de Munich? Increíble, ¿cierto? Muchos de ellos, sobrecualificados se escucha, dedican su tiempo y energía a "tirar pa'lante".

Como digo, muchos de ellos se van con lo puesto. Otros tantos, cuentan con los ahorros de los padres indulgentes que tratan de comprender lo cambiado que está el mundo y las secuelas que sufren las generaciones que les sucederán. Los padres de emigrantes miran a sus hijos con un brillo especial en los ojos, deseando que crezcan y que aprendan a convertirse en adultos independientes en unos pocos meses (o semanas, si es posible). Otro de los sectores entre los emigrantes españoles tiene la suerte de partir con un contrato bajo el brazo; y otros simplemente se atreven a integrarse en una cultura diferente porque pueden hacerlo, en lo referido a su economía.

Mi caso es difícilmente clasificable. La cuestión es que hoy estoy aquí, como hace un par de años y como lo seguiré estando dentro de otro par, y he tenido el tiempo suficiente como para observar algunos de los aspectos de esta etapa.

Hace un par de días mi madre me pasó un artículo de El Confidencial, escrito por Daniel Lacalle: lo tienes aquí por si te pica la curiosidad. Lo primero que pensé fue: "joder, tiene razón" pero después seguí leyendo y deje de estar tan de acuerdo. La sugerencia casi explícita del artículo sobre la posibilidad de reducir la cantidad de universitarios o de carreras "inútiles" en España, bajo mi criterio, ni está en lo cierto ni es realista. A ver quién es el listo que le recomienda a su hijo que mejor estudie algo que le procure un cuadro medio en vez de un cargo de dirección.

Además, cualquier carrera puede redirigirse o especializarse. La versatilidad de perfiles dentro del mismo equipo es hermosa, útil y necesaria. Por ejemplo, en este máster estoy conociendo un montón de estudiantes con perfiles académicos completamente diferentes. Sí, sí; atiende: en mi clase se juntan antropólogos, arquitectos, politólogos, historiadores, científicos y publicistas. ¿Te lo imaginas?

Algunos de ellos con carreras de esas fáciles e inútiles (me siento incluida en esta categoría) y otros con carreras que les procurarán un espléndido futuro, de acuerdo a Daniel Lacalle. Y, believe me, todos hemos acabado aquí y todos seremos (espero) MAs en Corporate Communications el año que viene. En parte resulta que estoy enamorada de la experiencia internacional, que engancha: cuanto más conoces, más quieres conocer.

Comparto sin embargo que el sistema educativo de España es ridículo en cuando a la técnica de la memoria. La memoria no sirve para ponernos a prueba, la memoria no testa nuestra capacidad de reacción. ¿No sería más útil adquirir una perspectiva crítica y entrenarnos para razonar? Obviamente no.

El caso es que, como no parece que esto vaya a cambiar en un corto o medio plazo, qué coño; vámonos al extranjero. La cuestión es que el estado nos lo pone bien difícil porque, ¿acaso conoces alguna beca o ayuda del gobierno español para estudiar fuera (superior a los pocos euros que rebimos por el Erasmus)? Porque yo no. Supongo que he querido soñar grande y por eso me he ido.

¿Pero quién abandonó antes? 
No soy yo; eres tú, España.


17 de septiembre de 2015

Aterrizaje forzoso en París

¡Cuánto tiempo! 

Esta vez tengo una buena excusa, te lo prometo. Resulta que he venido hasta París y, por lo que parece, voy a quedarme aquí por un tiempo (dos años al menos) Y -seguro que te lo he contado alguna vez- ya sabes lo jodido que es instalarse en esta maldita ciudad. Pero no voy a empezar por ahí. De hecho, esta vez mi travesía comenzó en Madrid poco antes de volar hacia aquí y un día antes de la apertura de curso.

¿Te imaginas que tienes que meter toda tu vida en una maleta y media? Sí, sí: pijama(s); camisetas; libros; apuntes; zapatos; los cadáveres que acumulas en el canapé de la cama; bragas; lápices; comida al vacío (porque sí, obviamente me quería traer un buen repertorio de productos españoles antes de abandonar el país); etc. En fin, esa infinita lista de cosas. 

Además, seguro que también has pasado por ese momento previo a un viaje, cuando caes en la cuenta de que te has olvidado el peine, la vida o yo qué sé. Pues eso mismo me pasó a mí en la cola hacia los mostradores de facturación aproximadamente media hora antes de que estos cerrasen. Pero no, no me había olvidado de un yo qué sé: me había dejado el puto DNI en casa -y no, tampoco llevaba encima el pasaporte. Puedes imaginar mi reacción al borde del suicidio o del harakiri, rodeada de maletas y con el billete en la mano. El caso es que mi bella madre fue capaz de volver a casa en tiempo récord para buscar mi DNI y traérmelo, tan sólo ocho minutos antes de que cerrasen el chiringuito. Genial, ¿a que sí?

El caso es que nuestro avión, que en teoría debía despegar a las 20:40, iba a demorarse unos veinte minutos; así que no llegábamos tarde a la fase de embarque. De hecho, no nos sobró ni media hora ni una entera en la cola. Nos sobraron las cuatro horas de retraso que sufrió el trayecto y, por sobrar, también nos sobró el llegar a las cinco de la mañana a París y algo más tarde a la casa de los compasivos ángeles de la guarda amigos que nos acogían esa noche -ya que nuestro estudio nos lo daban el día siguiente. 

¿Recuerdas que volábamos un día antes de empezar las clases? Sí, ¿verdad? Pues verás: mis lunes empiezan a las 10:00 y terminan a las 21:15 y, como nuestros ángeles de la guarda amigos debían irse a sus respectivos trabajos, tuvimos que dejar su piso a las 8:00.

Después del largo día, llegamos a la nueva casa sobre las 22:00 -y sí, me meaba-, así que pensé que era el momento oportuno para estrenar nuestra caja con forma de baño. Pero la sorpresa llegó cuando fui a tirar de la cadena y... ¿por qué no se oye nada? ¡Ah, que no funciona! Magnífico. Ideal. Sobre todo porque esta situación se alargó un par de días y, claro, el tránsito intestinal integra determinados procesos -ya sabes- y sigue su curso o no.

La cuestión es que tuve que plantearme una solución provisional para este contratiempo y para ello hice uso del Starbucks que hay a cinco minutos de casa. No es que el Starbucks estuviera ahí para mí, sino que yo estaba ahí para él. Es decir, que aprendí a programar cualquier uso que pudiese hacer de él: unas veces descargaba archivos desde su router; otras veces eran otras cosas las que descargaba desde su aseo.

Pero esta autorregulación vital no fue la única complicación a la que nos enfrentamos. Por ejemplo, podríamos decir que nuestro estudio es esencialmente una cueva: se encuentra en el interior del edificio -por lo que no entra mucha luz- pero además no llega la cobertura, por lo que estábamos absolutamente incomunicados las primeras semanas. Lo bueno es que nunca llueve. Nunca llueve porque la lluvia no llega a nuestras ventanas. Es decir, tan sólo somos capaces de apreciarlo cuando diluvia torrencialmente en el mundo real. Romántico, ¿a que sí?

Por otra parte, dormimos durante días tapándonos con los abrigos de invierno porque las sábanas estaban ya puestas cuando llegamos y no teníamos tiempo de hacer la colada -y porque nos daba cosa posar nuestros sofisticados glúteos sobre la cama y nos tumbábamos sobre el nórdico limpito.

En definitiva, fue todo algo precipitado pero ahora hemos cogido carrerilla y vamos mejorando (incluso le hemos sacado una cafetera y otras cosas a la casera).




























18 de febrero de 2015

Largarse al extranjero o morir en el intento.

De nuevo estoy aquí con un mensaje de ánimo para todos vosotros (cáptese la ironía). 

El otro día (de hecho, ayer) estaba en clase cuando el profesor de "Nuevas formas de trabajo y cambios laborales" nos animó a permanecer en España, porque hemos de luchar para que la situación mejore y parece que esto último depende de nosotros en gran medida.

Pues bien, precisamente no es este espíritu altruista el que me motivaba hace un par de años a desear y afirmar lo mismo: que yo me quedaba en España. Porque, en realidad, el año pasado cambiaron bastante mis expectativas laborales. Cometí el error de salir al extranjero y comprobar lo que sucedía ahí fuera. Y fue entonces cuando me dí cuenta de la gran montaña de mierda que los jóvenes españoles estamos acostumbrados a ver e, incluso, a comernos.


Hace un par de años confiaba en que, tras acabar mi estudios de postgrado, encontraría un trabajo digno decente que probablemente surgiría a partir de las prácticas de máster o algo así, qué se yo. Aunque hoy en día ni siquiera he terminado mis estudios de grado (pero me falta poco, todo sea dicho), sí que siento cada vez que busco empleo que este entorno laboral español está minando mi ánimo y mis ganas de quedarme en el país. 

Hasta hace bien poco pensaba que cada uno tenía la obligación y podía sacarse las castañas del fuego, y no es que hoy no piense lo mismo, pero me da que si tiene que pasar no va a ser en el país donde los técnicos de Recursos Humanos rehuyen el talento cuando lo huelen.

Ayer, un avez más, vi uno de esos programas de "(gentilicio) por el mundo" y no era capaz de imaginar cómo serían las vidas de muchos jóvenes españoles si cambiasen de lugar de residencia. Incluso, me atreví a consultar una página de búsqueda de empleo internacional en la que una oferta afirmaba que haber cursado el Grado en Ciencias Políticas suponía una ventaja. Resulta que esa parte de lo que estudio, que nunca jamás he visto requerida en ninguna oferta de ningún portal de empleo nacional, sí que es incluso un punto a favor para determinados puestos de trabajo en el extranjero. ¡Qué locura! Al menos por una vez, podré superar el primer paso del proceso de selección: mi currículum encaja con el perfil solicitado.

Así que este es mi mensaje resumido: echadle un par e inconformaos. 

Largaos. Largaos al extranjero o morid en el intento.







11 de diciembre de 2014

Una multa en Budapest

¿Sabéis que en los países del este también hay revisores? Sí, ¿verdad? Pues yo también lo sabía y, aun así, decidí darle un poco de emoción al viaje y arriesgarme


En efecto, la cagué (la cagamos). 

Pero no voy a dramatizar. Después de una semana de estrés por mil trabajos de la universidad, prácticas y pruebas varias, lo que más me apetecía era un viaje así: un viaje que había organizado y pagado hace tiempo, donde puedes comprar medio país un rato por lo que valdrían unas copas en Pacha. Viajar así mola, incluso cuando tienes que afrontar veinticinco euros de multa en el metro. Es decir, 8000 huf (florines). O sea, una cena muy digna en Madrid (o lo que equivale a un piso céntrico en Budapest). Una pasada.

Y así de increíble fue dicho viaje desde el minuto uno... hasta el tres, cuando me di cuenta de que estaba enferma (no perturbada, eso ya lo sabía de antes, sino resfriada). De hecho, sospecho que ha sido por esa fatídica semana por lo que mis defensas se han visto reducidas y han obrado en mi contra. 

Sin embargo, no voy a negar que esta escapada ha sido un placer, en comparación con nuestros viajes de bajo presupuesto en los que nos alimentamos a base de bocadillos (hechos a base, a su vez, de embutidos españoles previamente envasados al vacío). 

Estos cuatro días hemos sido los reyes de Budapest, hemos comido en restaurantes; hemos asistido a visitas guiadas turísticas e incluso a las termas más famosas de la ciudad húngara. Para los curiosos, hablo del balneario Széchenyi. Aquí, de hecho, tuve que plantearme un gran dilema. Porque, veréis, lo que más mola de estas termas es que la mitad de las piscinas (todas ellas climatizadas) son al aire libre. Son súper originales, humean vapor y la temperatura media es de unos 38º C. Pero claro, antes de llegar al agua y tirarte en bomba, hay que dar un paseíto de unos veinte metros a 0º C. En bikini. Con mi resfriado. Y con un par de ovarios bien puestos.

Pero, a ver, no me voy a tragar cinco horas de avión (hicimos escala en Bruselas) y tres horas más de vuelta para no bañarme en unas putas piscinas ardientes en las nada más gélida de Hungría. Eso sí que no.

En fin, me gustaría seguir la tradición de Ámsterdam y relatar cada detalle desastroso de este viaje pero en realidad no fue tan mal. Jorge y yo recorrimos ambas partes de la ciudad a patita, casi de sol a sol (aunque esto no era muy difícil, ya que anochecía a las 4pm). Así conocimos la Basílica de San Esteban; El Puente de las Cadenas; el Parlamento; el Bastión de los Pescadores; el Castillo de Buda; Váci Utca; el barrío judío; los bares en ruinas, etc. 

Os dejo unas fotos para ver si os gusta tanto como me gustó a mí. 


Castillo de Buda visto a través de uno de los ventanales del Parlamento húngaro

Vistas de Buda desde Pest

Buda detrás de mi gordito


Otro monumento más en memoria de la masacre judía

Basílica de San Esteban al fondo

Una de las atracciones de uno de los más famosos bares en ruinas. Nótese que el bicho ha acaparado el primer plano.

Una silla muy original

Las vistas desde nuestra habitación 

Tipiquísimo vino caliente

Clara montada y tostadita

El típico dulce húngaro




























16 de noviembre de 2014

Las 7 maravillas que recuerdas si estudiaste en un colegio de monjas.

Sin duda, este título me podría inspirar una entrada tan larga como para abarcar hasta dieciséis años de mi vida (esto es casi un 80% de la misma). 

Porque resulta que la historia en mi colegio de siempre empezó desde muy pequeñita, con tan sólo dos años (para los incrédulos, entré antes porque no me meaba me comportaba y repetí el primer año para igualarme en edad al resto de compis) y además, luego hice bachillerato en otro colegio religioso también. Y eso que soy atea, porque si no ya habría fundado mi propia congregación.

Yo antes de ir por primera vez al cole.
Cualquiera diría que iba para monja. Pero no.
El caso es que muchos de nosotros, creyentes o no, hemos acabado en un colegio religioso porque nuestros padres pensaron que este tipo de colegio concertado sería mejor que uno público. Y seguro que todos vosotros tenéis unas cuantas experiencias en común, hayáis estudiado con monjas, con curas o con algún otro tipo de dementores.


He de reconocer que mi colegio se encuentra entre los más estrictos que conozco, tanto con las normas comunes como también con las más absurdas. Por eso os voy a dar una lista de cosas (siete, como los pecados capitales) que seguramente os sonarán u os recordarán a vuestra infancia. 





Religiosa: no se pueden llevar mochilas con ruedas, niño.
Súbdito: ¿por qué?
Religiosa: porque rayan el suelo. Y porque quiero jugar a un juego. Imagina que la clase es el Calvario y que tu mochila cargada de libros simula la cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Ahora debes arrastrarla por las putas escaleras del convento hasta clase para expresar tu devoción eterna hacia el Señor.



Religiosa: no puedes llevar pendientes llamativos, ni pulseras de colores, ni anillos vistosos, ni chaquetas de marca (de hecho, dame esa que llevas puesta, queda requisada hasta junio), ni coleteros provocativos... ¿Y esa sonrisa? No me gusta, quítatela también. Requisada hasta junio de 2018. Y reza diez Avemarías, por favor.


Las faldas siempre eran demasiado cortas. Aunque reconozco que en esto, las monjas tenían razón. Porque yo recuerdo que todas nos cortábamos las faldas para no parecer tan monjas frikis. ¿Os acordáis? O si tus padres eran muy plastas con el tema (como mi madre lo era), cogías y te la remangabas cuatro dos vueltas. La otra opción consistía en llevarla al costurero sin dar parte y que la falda se viese ampliamente reducida de una semana a otra (con ello no quiero decir que esto fuera lo que yo hice, pero fue exactamente lo que pasó.

Mi falda antes de verse accidentalmente reducida.

El patio se convierte en un solárium durante el recreo del mediodía. En mi colegio se han llegado a ver toallas de playa y cremas de protección solar. De hecho, mis amigas y yo nos pasábamos los recreos de primavera así.

La oración de la mañana. Sí, exacto. ¿Quién no recuerda con cariño este momento del día en el que todos los compañeros se reunían para escuchar en clase la oración de cada día? En mi colegio, además, existía la variante de la reprimenda del día. Es decir, que si los de un curso habían tirado una bomba fétida, todo el colegio tendría que escuchar lo demencial y lo grave que es el asunto antes de comenzar el día. Y así también nos recordaban que no estaba permitido que las parejitas del colegio se dieran el lote en el patio, o que el pan del comedor no se tira, o que en el baño no se fuma, o que el pescado no debe esconderse en los leotardos para sacarlo del comedor de contrabando. 



Las salidas culturales que, en ningún caso, serían entendidas como excursiones. Esas actividades que nos permitían pasar por un día del uniforme reglamentario y lucir nuestros mejores outfits que, os recuerdo, se quedaban bastante lejos del buen gusto (o por lo menos en mi caso). Eso sí, olvídate de llevar deportivas, faldas cortas, escote, móvil, aparatos tecnológicos o cualquier otro tipo de instrumento potencialmente divertido.

El que no coma en veinte minutos, limpia todas las mesas del comedor. Y allí estabas tú pasando, con no poco asco/desprecio, ese mugriento cepillo por todas y cada una de las verdes y grandes mesas del comedor. Qué delicia, qué regalo para los sentidos y qué pedazo de incentivo para engullir como un endemoniado.

En fin, que cada colegio imagino tendrá sus peculiaridades. Pero el mío daba para largo, ya te digo.

Sin embargo, no se nos ve tan infelices en esta foto, ¿verdad? Si los cubos de basura de detrás ni el baño de los chicos acaba por quitarnos la sonrisa, supongo que algo estarán haciendo bien.

Espero no ser víctima de vuestras quejas y lamentos cuando veáis esta foto, que salís todas estupendas.