7 de mayo de 2014

Cómo llegar a ser un tiburón.



Amigos, en esta entrada os voy a contar la historia real que cambió el curso de mi vida a la edad de siete años, ¿pronto, no? 

Estaba yo en mi clase de segundo de primaria junto con otras tres decenas de compañeros, tratando de entender la multiplicación y sus propiedades. ¿Os acordáis? 

Tras citar y explicar las propiedades de la multiplicación, la profesora (a la que por cierto aprecio muchísimo) escribió en la pizarra una multiplicación gigante. Era como de dos líneas enormes y entre medias, como queriendo esconderse, se alojaba un cero como una casaSabréis (espero) que, básicamente, toda multiplicación en la que se encuentre un 0, tendrá como resultado... ¡0!

El caso es que algo que a nuestra edad parece tan obvio no lo es al parecer para los niños de siete años que, generación tras generación, se equivocan una y otra vez. Y ahí estaba yo, en la fila pareada de mesas de alumnos dispuestos a averiguar el resultado de la compleja operación.

Recuerdo que la profesora preguntó siguiendo primero el orden de las columnas de pupitres y después eligiendo a los alumnos de izquierda a derecha (los pupitres tenían dos plazas). Pues bien yo sería la alumna número 10 o 12... a la derecha. Y esto es crucial, ¿sabéis? 

Lo es porque esperé que los compañeros que iban antes de mí respondiesen para culminar con mi gran momento: yo sabía la respuesta y acertar supondría un positivo y el tan ansiado reconocimiento de la profesora.

Según iban contestando (y fallando), mi compañera de pupitre me preguntó cuál sería mi respuesta y yo fui sincera (error). Al parecer ella iba a contestar una sobrada como todos los demás, del rollo: 83092183092. Así que, tan tranquila seguí esperando que llegase mi turno. 

Cuando por fin nos iba a tocar fue cuando todo mi entusiasmo se transformó en perplejidad: mi compañera se dispuso a responder cuando la profesora le preguntó y adivinad qué hizo la muy hijaputa: me robó la respuesta y se terminaron el juego, el positivo y el reconocimiento. 




¿Qué aprendí en aquel momento? En realidad bien poco reflexioné aquel día o semana sobre el significado de lo que había pasado, pero hoy todavía acabaría gustosamente con la absurda existencia de mi compi de mesa.

¿Qué aprendo ahora? ¿Puedo aplicar esta historia infantil a la vida adulta? Desde luego que sí, amigos lectores. Lo que hoy en día extraigo de esta (por aquellos entonces) amarga experiencia son tres ideas:

-La importancia del posicionamiento de uno mismo 
-El valor de la originalidad y de las ideas propias
-Nunca cometas dos veces el mismo error.

No cometáis mi error de nuevo y tened siempre en cuenta la naturaleza vil del ser humano y los actos que derivan de su mezquino instinto de supervivencia.







6 comentarios:

  1. Unos dirán, falta de picardia, yo digo. También hubiera picado y lo que somos es...unos pardillos.

    -Raúl Prieto Conde-

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  2. Si vas a hacer un blog por lo menos curratelo y que sea interesante por favor.... deprimente

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  3. Querida Anónima de las 21:06, tu eres la dueña de las inciales L.A. se nota un guevo, rencorosa, que lo tenías guardado hasta ahora, sigue viendo telecincomierda que es lo más adecuado para tan cortas entenderas.
    Anonimae.

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  4. Se me olvidaba, L.A. no se hizo la miel para la boca del asno, cuidate.
    Anonimae.

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  5. Lo mejor de la propiedad cero es que también es palicable a las personas. Desde luego las hay que por mucho que intenten multiplicar sus cualidades, siguen quedándose en cero.

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